Lúcido

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Isabel y la extraña familia

Obra: Lúcido. Autor: Rafael Spregelburd. Dirección: Amelia Ochandiano. Intérpretes: Isabel Ordaz, Alberto Amarilla, Itziar Miranda, Tomás del Estal. Lugar y fecha: Teatro Gayarre, 24/05/2013. Público: unos trescientos espectadores.

Lucas y Lucrecia comparten cosas, como buenos hermanos. Comparten, en primer lugar, el inicio de sus respectivos nombres: luc-, que suena casi como luz, palabra clave en el espectáculo, que entronca, además, etimológicamente con el lúcido del título. Comparten también otras cosas. Un riñón, por ejemplo. Lucrecia se lo donó (se lo prestó, dice ella) cuando Lucas tenía diez años y estaba a punto de morir. Imbuida de un espíritu de sacrificio producto de la compulsiva lectura de Mujercitas, Lucrecia se ofreció a darle el órgano a su hermano. Las secuelas de la intervención obligaron a trasladar a la adolescente Lucrecia a Miami, donde se quedó. Ahora, años después, vuelve “a reclamar lo suyo”.

Lúcido también es una obra de idas y vueltas. Vamos de la casa de Teté, la madre de Lucrecia y Lucas, a La Pierrade, un restaurante imaginario donde Lucas celebra su vigésimo quinto cumpleaños con su familia. La Pierrade es imaginario porque toda esta celebración está en la cabeza de Lucas, dentro de un sueño. Un sueño lúcido, en el que Lucas supuestamente es consciente de lo que sueña y domina la situación. Teóricamente. El pasaje del restaurante se repite de modo cada vez más ingobernable y desasosegante, adquiriendo progresivamente textura de pesadilla. Si bien su onirismo no resulta ni la mitad de surrealista de lo que sucede en el espacio aparentemente real de la casa de Teté, con Lucas vestido con la ropa de su madre por consejo de su psicólogo; Teté y su amigo Darío jugando al bádminton con la vajilla; y Lucrecia, a la que parece tocarle poner el toque de sensatez en esta familia de frenopático, rebatiendo sistemáticamente los falsos recuerdos que su madre insiste en atribuirle.

Como Lucrecia, Lúcido tiene también un pie a cada lado del Atlántico. Obra del escritor argentino Rafael Spregelburd, se estrenó de manera casi simultánea en Girona (en catalán) y en Buenos Aires, antes de que el Teatro de la Danza la retomara en esta coproducción con el Centro Dramático Nacional. Su texto guarda parentesco con el estilo de otros autores argentinos que hemos podido ver por aquí: tiene esa verbosidad que encontramos también en Veronese, en Tolcachir. A este último también puede recordar por el gusto temático por las familias desestructuradas. Los personajes de Lúcido hablan mucho. Me pregunto si demasiado. Spregelburd siembra a lo largo de la obra referencias que adquirirán un sentido pleno en el giro final, pero hay una cierta cantidad de diálogos y momentos que, aun funcionando como gags en sí mismos, desde el punto de vista del desarrollo de la trama, su pertinencia puede ser más más discutible.

Lúcido rezuma argentinismo en su escritura y contemporaneidad en su concepción dramática y, sin embargo, marcando las diferencias de estilo que se quieran, hay escenas que no me chirriarían en obras de Mihura, por ejemplo. La propia compañía puso en escena hace bien poco El caso de la mujer asesinadita, una obra donde los sueños juegan un papel central en el argumento, dirigida también por Amelia Ochandiano y protagonizada por Isabel Ordaz. En esta ocasión, la Ordaz se lleva la función de calle. Su Teté, protagonista encubierta de la obra, funciona magistralmente en los momentos de comedia, con ese ramalazo de madre histérica y coñazo, pero, cuando tiene que virar el tono hacia la tragedia, el patio de butacas enmudece compungido. Isabel Ordaz está bien secundada por el resto del reparto, encabezado por un Alberto Amarilla cuyo Lucas es el heredero de la inestabilidad emocional materna. También muy en su lugar el actor extremeño, muy creíble en su interpretación de un personaje que es una mezcla de neurosis y ternura. Itziar Miranda pone un contrapunto de cierta serenidad, con desenvoltura y verosimilitud. Y Tomás del Estal cumple también de sobra en un papel algo más secundario, aunque con buenas oportunidades para lucir vis comica.

El peso del humo

el peso del humo

Cenizas de celuloide

Obra: El peso del humo. Dramaturgia y dirección: Joan Castells. A partir de Smoke, de Paul Auster, con dirección de Wayne Wang. Intérpretes: Itsaso Baquedano, Zoila Berastegi, Gorka Gueracenea, Noemí Irisarri, Juanan Oiartzun, Irantzu Sánchez, María Zapata, Víctor Zegarra. Lugar y fecha: ENT, 17, 18, 19, 23, 24, 25 y 26/05/2013.

Smoke, la película de Wayne Wang con guion de Paul Auster, comienza con una anécdota sobre cómo conocer el peso del humo: Sir Walter Raleigh, favorito de la reina de Inglaterra, pesaba un cigarro, lo fumaba y depositaba cuidadosamente la ceniza en el platillo de la balanza. Después, añadía la colilla a la pesada. La diferencia entre el peso del cigarro íntegro y el de sus restos era el peso del humo. Un método científicamente inexacto, pero de un ingenio irrefutable, como un preciso mecanismo poético. ¿Su significado? Para mí, que todo, incluso lo más etéreo, cuenta. Cuenta y cuesta, aunque su valor pueda ser variable: en la historia del tándem Wang/Auster, el afecto, la amistad, pueden costar entre dos noches de estancia en un apartamento y 6.000 dólares.

Smoke es una preciosa historia de personas que necesitan algo y de personas que ofrecen ese algo. Una historia también sobre la responsabilidad de cuidar a alguien, de proteger a otro por un vínculo de familia o de afinidad, y sobre lo ineludible de ese instinto de protección. Las historias de los personajes confluyen formando una retícula argumental, como las cuadriculadas calles del Manhattan donde transcurre la mayor parte de la acción. El estanco de Auggie es el centro de ese microcosmos narrativo. Por allí pasa Paul, el escritor, que adoptará sentimentalmente al necesitado Thomas (Violet en esta versión de los alumnos de la ENT), quien, a su vez, busca a su padre biológico. Los caminos de Thomas/Violet desembocarán también en la tienda de Auggie, quien, a su vez, es transportado al otro lado del East River, hasta Brooklyn, en su propio viaje sentimental en forzoso socorro de una supuesta hija.

Cuento este esbozo argumental para llamar la atención sobre la complejidad de la adaptación escénica de un relato en el que van a abundar los cambios de espacio, además de alguna elipsis temporal y, en cierto momento (el fantástico cuento de Navidad que cierra, a modo de epílogo, la historia), hasta un flashback. La versión firmada por Joan Castells no esconde el origen cinematográfico de El peso del humo. Antes al contrario, lo remarca, subrayando, de paso, el pasado del propio teatro como sala cinematográfica. Muchas escenas son iniciadas con un golpe de claqueta, a modo de simulación de rodaje; los raíles de un travelling cruzan diagonalmente la escena; y algunos actores alternan su papel en la trama con el de miembros de un equipo de rodaje. Este juego de teatro dentro del cine tiene cierto interés, pero no termino de ver que funcione de manera redonda. Aparte de que haya acciones del supuesto equipo de rodaje que no son estrictamente cinematográficas (desplazar a los actores, por ejemplo), todo este entramado añadido a la historia produce una especie de distanciamiento casi a la manera brechtiana, y no estoy seguro de que esto sea lo que la obra pide. La historia de Auster es pura emoción, captada por Wang con una mirada que permite compartir la intimidad de los personajes. A mí, el artificio propuesto me saca de la obra. Me pasa como con el humo: las líneas de la narración están, pero la intensidad, lo etéreo, se ha perdido en el aire. Hay detalles de la adaptación que me gustan, como la creación del ayudante de Auggie, un personaje moldeado de la nada y que cuadra bien con el, para mí, tema de la obra: la necesidad de cuidar de otro, de cuidar unos de otros. En el otro lado de la balanza, el recorte en la subtrama de la búsqueda del padre de Thomas deja a este personaje un poco cojo.

En cualquier caso, la obra sirve como ejercicio para que la más reciente hornada de intérpretes de la ENT se familiarice con unos personajes llenos de humanidad, con el trabajo en profundidad sobre un texto complejo y con su presentación frente al público. Hubo algunas irregularidades, ciertos lapsus que habrá que corregir, pero también buenas individualidades y muchas ganas. Y estas, como el humo, también pesan.

El manual de la buena esposa

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Tragedia más tiempo

Obra: El manual de la buena esposa. Autores: Miguel del Arco, Alfredo Sanzol, Juan Carlos Rubio, Verónica Fernández, Yolanda García Serrano y Anna R. Costa. Dirección: Quino Falero. Intérpretes: Mariola Fuentes, Llum Barrera, Concha Delgado. Lugar y fecha: Teatro Gayarre, 10/05/2013. Público: lleno.

En Delitos y faltas, de Woody Allen, el personaje de Alan Alda plantea una ecuación que se ha convertido en clásica para definir la comedia. Dice: “Comedia es tragedia más tiempo”. El paso de los años hace que podamos reírnos de cosas que, en su momento, nos habrían parecido terribles, demasiado dolorosas. La idea es bastante cierta, aunque discutible: siempre hay quien es capaz de reírse en la adversidad, y también quien cree que hay temas con los que jamás puede hacerse humor. Han pasado casi tantos años desde el fin del franquismo como los que duró el régimen. El manual de la buena esposa explora ese territorio para extraer la materia prima de su humor, como hace unos años lo hiciera El florido pensil. Es una buena veta para la comedia, como puede comprobarse en una revisión actual del No-Do. La pieza se centra en la situación de la mujer durante la dictadura: la Sección Femenina, los Coros y Danzas, la represión sexual, la religión, el matrimonio y la asumida sumisión al macho dominante. Este es el material de esta mirada hacia atrás con risa, que no con ira, por muy atroces que fueran aquellos tiempos.

El manual de la buena esposa consta de una docena de escenas ideadas por un sexteto de escritores de reconocida trayectoria. Sin desmerecer a los demás, están los nombres de Miguel del Arco o de Alfredo Sanzol; y también los de Juan Carlos Rubio (100 m2, Concha, yo lo que quiero es bailar), Verónica Fernández (Presas), Yolanda García Serrano (Fugadas) y Anna R. Costa. Pongo entre paréntesis solo los trabajos teatrales de los que guardo memoria que se hayan visto por aquí, pero, en el caso de varios de ellos, la lista de sus guiones de cine o de televisión me serviría para llenar de sobra este comentario. No me parece un detalle menor el hecho de que tres de ellos sean mujeres, lo que podría situarles en una posición más ventajosa a la hora de abordar con mayor lucidez y mordiente el tema de la función. Son, en suma, unas buenas cartas de presentación. Tal vez eso añada unas gotas adicionales de amargura a un resultado decepcionante.

El origen de los problemas está en el texto. Que algunas ideas sean un tanto reiterativas entra dentro de lo aceptable teniendo en cuenta que se ha cerrado el foco sobre un tema bastante concreto. Me resulta menos asumible que su tratamiento sea muchas veces superficial y algo tópico, con muy escaso margen para lo inesperado. Encuentro que, como un modo de compensar esto, se recarga el componente humorístico, produciendo una sensación de tono sobresaturado. Hay momentos de ramalazo histriónico que ni vienen muy a cuento ni dan a la escena lo que ya de por sí esta no tiene. En concreto, creo que Mariola Fuentes está exagerada en la mayor parte de sus intervenciones, y a Concha Delgado se la dirige hacia el exceso en unas cuantas ocasiones. Más ajustada me pareció Llum Barrera, dando el matiz preciso a cada intervención y extrayendo oro de escenas de desarrollo previsible, como en la versión nacional de Échale guidas al pavo (que recuerda a una Ay, Carmela desactivada de cualquier carga de profundidad).

Hay, no obstante, algunos buenos momentos. En la cima estaría el sketch Nazis desnudas, firmado por Sanzol, que eleva varios enteros el nivel de originalidad en la selección de la anécdota, en su desarrollo y en su fondo. Hay ideas interesantes, como la escena del consultorio radiofónico, aunque no terminara de convencerme su desarrollo, demasiado pasado de vueltas. All you need is love mezcla de manera más interesante la beatlemanía y la represión religiosa, y es también otro pasaje en el que sube el interés de la obra. Y Elogio de la aguja, divertido y sutil al mismo tiempo, en el que el humor es solo un fino tapete de encaje que oculta a duras penas el drama del hambre y la miseria.

Foto: Javier Naval

A cielo abierto

a cielo abierto

Amar, verbo irregular

Obra: A cielo abierto. Autor: David Hare. Dirección: José María Pou. Intérpretes: José María Pou, Nathalie Poza, Sergi Torrecilla. Lugar y fecha: Teatro Gayarre, 5/05/2013. Público: lleno.

En A cielo abierto, el personaje de Tom Sergeant, un rico empresario dueño de varios restaurantes, cuenta cómo reformó el dormitorio de su mujer enferma, sustituyendo el techo por una gran claraboya de cristal, para que pudiera ver el cielo desde su cama. Eso es lo que significa literalmente el título original de la pieza, Skylight: claraboya, tragaluz. Imagino a la pobre Alice, mirando el cielo sin poder moverse, mientras a Tom el tiempo se le acaba sin saber hacerse perdonar su infidelidad con la coprotagonista del drama, Kyra Hollis, una joven que trabajaba de camarera en uno de sus locales y que Tom se llevó a vivir a su casa. La continuación de la historia me parece casi la otra cara de la moneda del Don’t you want me, de Human League: cuando Alice descubre el engaño, Kyra abandona a su mentor, cambia la comodidad de una casa en Wimbledon por un gélido cuchitril suburbial, y la seguridad de un buen trabajo por la pelea diaria en una escuela pública.

A cielo abierto comienza unos años después, con la visita inesperada de Tom al apartamento de Kyra. Mejor: comienza unas horas antes de esto, con la igualmente inesperada visita del hijo de Tom, para contarle a Kyra la preocupación por el ánimo de su padre una vez que Alice ha muerto. Creo que Tom encuentra en el destartalado piso de Kyra su propio skylight: una claraboya al cielo mientras a su alrededor todo agoniza, aunque él lo niegue. Los indicios apuntan a que nos encontramos ante la clásica historia del rico capitalista infeliz puesto en evidencia por la chica pobre pero honrada. Sin embargo, no es tan clara la luz que entra por este lucernario. Con este planteamiento, es fácil quedarse en el panfleto, en la simplificación ideológica, pero Hare lleva las cosas más allá. El mérito de A cielo abierto está en que, por encima de posibles lecturas políticas y de otras componendas, su autor ha sabido crear unos personajes realmente humanos, dolientes y tiernos, que protagonizan una hermosa historia de amor. O de desamor: Tom y Kyra se buscan, se encuentran y descubren que, tal vez, se necesiten. Pero no siempre dos y dos son cuatro, y, pese a lo que diga la gramática, amar es a veces un verbo irregular.

Skylight fue un éxito en su estreno en Gran Bretaña en 1995. Aquí, este texto ha estado ligado al nombre de José María Pou, que ya lo representó anteriormente en 2003. El año pasado volvió a él, con intención de completar una gira que no pudo hacer en su momento. Su presencia en el cartel es garantía suficiente para llenar el patio de butacas. Es un privilegio disfrutarle en el papel de Tom, un personaje al que dota de esa vehemencia y esa energía características de alguien que ha sabido siempre conseguir lo que se ha propuesto. Tom habla a latigazos, y, sin embargo, puede quedarse sin palabras ante las réplicas certeras de la Kyra interpretada por Nathalie Poza. Tanto la de esta última (también era fenomenal la de Roser Camí en la versión catalana) como la de Pou son de esas interpretaciones que te hacen creer que conoces a los personajes, que los entiendes. Que te los crees en la intimidad de ese reencuentro, cuando los ves exponiendo todos sus sentimientos, cubriendo apenas lo indispensable para no quedarse emocionalmente desvalidos. Pero tampoco cuesta imaginarlos fuera del espacio de la acción, en el mundo, con la máscara de su rol social. Un buen texto y unos grandes intérpretes han coincidido para crear unos personajes de carne y sangre. Me pareció que el joven Sergi Torrecilla estaba un poco más envarado en el papel de Eddie, el hijo de Tom, al menos en su escena inicial. Algo mejor en la final, un epílogo que busca un giro positivo a la trama, dejando en el ambiente una esperanza de felicidad al menos para uno de los protagonistas. Un rayo luminoso entrando por la ventana.

Foto: David Ruano (www.focus.es)

La isla

la isla

La obsesión de una isla

Obra: La isla. Compañía: La Factoría Teatro. Autora: Ana María Matute. Versión y Dirección: Gonzala Martín Scherman. Intérpretes: Victoria Teijeiro, Teresa Espejo, Salvado Ruiz. Lugar y fecha: Civivox Mendillorri, 4/05/13.

Si las islas no existieran, habría que inventarlas. Aunque simplemente por haberlas inventado, ya existen: Barataria, Utopía, Liliput, la famosa, aunque anónima, isla del tesoro de Stevenson, y las no menos famosas de Robinson Crusoe, del doctor Moreau, o la de El señor de las moscas (no está hecha de letra impresa, pero no me resisto a mencionar otro ejemplo de ficción insular: Perdidos). Todo un archipiélago imaginario. Las islas son regiones a medida humana; mejor: a medida del individuo, que encuentra en su aislamiento la forma perfecta para encajar su singularidad al abrigo de ojos extraños. Las islas son territorios con sus propias leyes, o con su ausencia, donde todo puede construirse de nuevo. Universos en miniatura puestos no pocas veces en contacto con el imaginario infantil, aunque con resultados tan divergentes como en la mencionada novela de Golding o en Peter Pan. Precisamente, con la isla del País de Nunca Jamás comparte La isla, de Ana María Matute, un rasgo de su orografía literaria. Perico, el protagonista de este relato, busca una misteriosa isla de oro, donde nunca se envejece y los niños son niños por siempre. Son niños independientemente de su edad, porque lo que les define es la capacidad de imaginar. “El que no inventa no vive”: lo dijo la autora barcelonesa en el discurso de entrega del Premio Cervantes en 2011. Tenía entonces 84 años.

La isla pone en contacto a los niños y a los mayores. Lo hace desde fuera del relato, porque está ambientada en los años 40, en un mundo de colegiales en pantalones cortos, con carteras de cuero y enciclopedias escolares, y a los que viste su aya mientras les canta melodías del cancionero popular español. Para los niños de hoy, los de la era de internet y las tablets, puede parecer un viaje en el tiempo a la infancia de sus abuelos. Sin embargo, la identificación con el protagonista se produce igualmente, porque, independientemente de la época, la mente infantil se mueve con el mismo motor: la imaginación. La historia es en sus dos tercios el realista relato de aventuras de un niño poseído por la obsesión de una isla. Una idea casi enfermiza que le lleva por senderos prohibidos en los que su imaginación va rozándose contra las aristas de la realidad más áspera. Un camino casi iniciático que nos prepara para el sorprendente giro que se produce en el último tercio, y que conecta de nuevo la infancia y la vejez, pero ahora desde dentro del relato. No cuento más.

La Factoría Teatro realiza una muy buena labor en la adaptación escénica de este cuento de Ana María Matute, una pieza pequeña, pero representativa del universo y del estilo de la autora. Se las arreglan con poquita cosa para conseguir una puesta en escena dinámica, con una continuidad bien lograda al enlazar los diferentes espacios en los que va transcurriendo la obra. Una sencillez que no está reñida con la capacidad de sorprender, con cierta espectacularidad, incluso, en las transformaciones de la escenografía. Con imaginación y un buen diseño, amén de la versatilidad de los intérpretes, se consigue pasar en segundos de la calle de un suburbio a un puerto en plena faena y, de ahí, al trajín de una feria. La compañía realiza un trabajo cuidado con mimo, en el que tienen también un peso específico importante la selección de canciones, que ayudan a situar la acción en el tiempo en el que la compañía ha elegido ambientarla, alejándose un tanto de la atemporalidad del cuento original. Si se trata de celebrar la imaginación, el montaje predica con el ejemplo.

Foto: de la web de la compañía

Besos

besos

Amores que cantan

Obra: Besos. Autor: Carles Alberola. Compañía: En Boca Teatro. Intérpretes: Estefanía de Paz, Guillermo López, Xabier Artieda, Gina Zabalegui, Marian Ruiz. Lugar y fecha: ENT, 20, 21,25, 27 y 28/04/13. Público: tres cuartos de entrada (en la función del 28).

Música y amor: un binomio inseparable desde la invención de la primera. O desde la invención del segundo, que no tengo claro cuál es anterior ni sabría decir cuál, en ocasiones,  es más real y cuál más inventado. ¿Cuántas canciones de amor hay? Miles. Millones. Acabaríamos antes enumerando las que no hablan de amor. Y, sin embargo, si tratamos de hacer una lista, ¿por qué las que nos vienen a la cabeza suelen ser las más triviales, las más ramplonas y cursis? Y no solo eso: ¿por qué a veces son las que más nos gustan? Lo única justificación que se me ocurre es que, como dijo Camilo Sesto, “Siempre me voy a enamorar de quien de mí no se enamora”. Juicio inapelable.

Tuve ocasión de ver Besos hace más de diez años representado por Carles Alberola al frente de su compañía Albena Teatre (también en el escenario de la ENT, por cierto), y siempre he recordado la función como una de las comedias que más he disfrutado. Tal vez porque esa mezcla entre humor y cancionero de karaoke me producía una especie de placer culpable. Pero seguramente también porque las escenas escritas por el autor valenciano estaban ideadas con un ingenio más que notable. Diez pequeñas historias sobre el amor desde diferentes puntos de vista: el amor eterno, la felicidad, la pasión desenfrenada, pero también la ruptura, las discusiones o el desamor. Las dos caras del sentimiento, como la cara A y la cara B del mismo disco. ¿Cuántas comedias sobre el amor hay? No sé si miles o millones, pero muchas. Besos tiene un toque especial, de todas maneras. He visto después revisiones de la pieza. Es un texto agradecido, muy resultón, y los reencuentros con él son siempre placenteros. Pero ya se sabe que los primeros amores son los que marcan por siempre.

En cualquier caso, esta versión de la obra con la que se estrena la compañía En Boca supone una oportunidad de vivir una aventura que mitigue la nostalgia por aquel romance pasado. Sus intérpretes afrontan el reto con el descaro y la vis comica que precisa la obra para que texto y canciones se ensamblen en esta peculiar comedia musical que tiene algo de disco de Grandes Éxitos. La compañía ha actualizado esta antología añadiendo algún hit que no estaba en el original, una práctica que ya preveían en su momento los miembros de Albena y que no resulta en absoluto fuera de lugar en esta pieza festiva y festivalera (del Festival de Benidorm). Los intérpretes se defienden aceptablemente  en la parte musical. Se nota la experiencia de algunos en este campo, aunque el resto sale también airoso del empeño.

En la vertiente actoral, quizá se eche en falta una visión unificadora en la dirección que ajuste el ritmo de alguna réplica o de algún cambio de escena. En algún momento puntual me pareció detectar cierta tentación por recargar un poco la comicidad y llevarla hacia la exageración. Creo que no es necesario y me parece, en todo caso, que, en líneas generales, el tono de comedia está bien logrado. La función cumple perfectamente su propósito de hacer pasar un rato divertido, aunque esta mirada en apariencia intrascendente pueda disimular cierta malicia en el enfoque de un tema que tantos quebraderos de cabeza nos causa y nos causará. Si Mihura definía la comedia como “la sabiduría de dar liebre por gato”, Besos es el arte de dar Neruda por Perales.

Foto: Iñaki Basterra (tomada de la web de la compañía)