Acaricio la goma dura y lisa de las ruedas. Paso la mano por los radios, tensos como cuerdas de guitarra. Los pellizco, pero no suena música. Solo un ruido de vidrio roto detrás de mi esternón.
Siento que tengo que agarrarme a algo, así que aprieto el acero de los tubos. El metal me transmite su tacto frío, tan distinto del tibio carbono de las bicicletas de competición. Tengo ahora las manos más sensibles, como el oído de un ciego, y las empleo con más intensidad. Con urgencia casi. Necesito tocarlo todo, palparlo todo, que las cosas me transmitan su ser y me lleven con ellas cuando se alejan. También uso más la vista, me parece. Antes miraba solo hacia delante, al trocito de terreno que tenía ante los ojos y que había que recorrer lo más rápido posible. En una pista circular, lo que dejás atrás pronto vuelve a ser adelante: mirar hacia atrás es una pérdida de tiempo, y, cuando compites, el tiempo lo es todo. Ahora que tengo mucho, me distraigo más. Lo exploro todo con curiosidad de niña: arriba, abajo, izquierda, derecha. Miro hacia abajo y veo las ruedas pequeñas, tan semejantes a las que equilibran las bicicletas infantiles.
Yo apenas las tuve. Enseguida le dije a mi padre que las quitara. Si nos basta con dos piernas, ¿para qué tener cuatro ruedas? Eso pensaba entonces.
– ¡Más despacio, Kristina!”, me gritaba.
Pero es difícil no querer volar si te llamas pájaro.
Desvío la vista de las ruedas. No es abajo donde tengo que mirar, sino de nuevo hacia delante. Mirar hacia atrás es perder el tiempo. Cuanto antes lo acepte, mejor. Aunque a veces me cuesta.
Nad se consigue sin esfuerzo.
“Esfuerzo, Kristina, esfuerzo”. Los entrenamientos, esfuerzo. La dieta, esfuerzo. No salir, no quedar con las amigas, madrugar, los viajes… esfuerzo. Los golpes. El dolor…
Mi entrenador:
– “Nada se consigue sin esfuerzo”.
Y yo lo conseguí: volé por encima del arco iris. Dos veces. Sin embargo, ahora que no puedo volar, me siento libre por primera vez. Así de contradictorio.
El tiempo ha pasado muy deprisa, pero yo he ido todavía más rápido. Ahora, a veces, sentada en este artefacto, extraño remedo de bicicleta, me concentro y trato de detenerlo.
Es imposible, lo sé. Trato entonces de recuperar ese tiempo, aunque esto solo sea otra forma de perderlo.
Miro la tele. Me gusta sobre todo ver series y películas que no pude ver porque no tuve tiempo.
He visto una, archiconocida, de antes de que yo naciera, en la que unos niños escapan en bici mientras los adultos tratan de detenerlos. Las bicis no son rápidas, son las típicas de niño, con ruedas de 18 pulgadas y su cestita delantera. Más prácticas para BMX que para salir huyendo. Van a atraparlos, sin duda, pero una extraña criatura con poderes mentales les ayuda y hace volar las bicicletas por encima de la luna, frustrando las pretensiones de los adultos por someterlos a su autoridad. Es una bobada, pero me puse a llorar como una cría.
Me siento una niña. Tengo que aprenderlo todo de nuevo: a moverme, a sentarme, a darme la vuelta… A tener sueños nuevos. A mirar hacia delante, pero también a los lados.
Si hubiera mirado a los lados, tal vez habría visto al otro ciclista. No sé de dónde salió ni qué hacía ahí. No pude hacer volar la bicicleta. Lo siguiente que recuerdo es estar tumbada con las luces del pabellón por encima de mí, como si fuera un cielo estrellado. “Quitadme los zapatos”, grité, muerta de dolor. Vi cómo se los llevaban y fue como si se hubieran llevado las piernas con ellos. No sentí nada. Supe entonces que no volvería a caminar.
No son solo las piernas las que me hicieron ganar. Es también la cabeza. Me concentro y trato de mover las piernas con el poder de mi mente. No lo he conseguido todavía, pero ahora tengo tiempo. Nada se consigue sin esfuerzo.